viernes, 28 de diciembre de 2012

Un toque de distinción








El doctor Richard Dogfogson
Cirujano muy famoso
Perdió a su abuela en la  niebla
Y desde entonces la busca
En una capa embozado
Que un fabricante de humo en huelga
Le vendió por diez coronas.

La gente ya no se asusta
Cuando lo ve aparecer
Preguntando muy nervioso
Una, otra, y otra vez
Si alguien pudo haber visto
A aquella anciana mujer





La viuda Nibble de gran corazón
Hizo un pacto con un diabólico fogón.
Y desde entonces
Todos sus maridos
Se quedan torcidos
Y se esconden en su faldón
 




De sus viajes por el mundo
Trajo esposa y un sirviente.
Trajo secretos de África,
Y de las nieblas de oriente.
Encontró un raro animal
Y en las selvas de Borneo
Una picadura fatal.

Desde entonces cada noche
Con diligencia su dama,
Antes de irse a la cama
Prepara un té con amor
Mientras el fuma su pipa
Colgado de la fachada
Mirando a su luna amada
Y cambiando de color.

 





La señorita Lyshy Stuart
Se cree tan poco agraciada
Que ha perdido la mirada
Y se  le ha encogido la cara.

Es su timidez extrema
Y sus manos se derraman
Cuando los hombres la llaman.

 




La señora Enriqueta
Ha decidido, de repente
A la hora de servir la sopa
Quitarse la careta.

Descubrirá la familia
Que semejante arpía
Es una vieja tía
Bastante repelente.

 



Del conde Howling
Es mejor no decir nada
Si no se quiere acabar
Con la cabeza arrancada.








El tímido Mr Moppless
Creyente en el más allá
Consiguió hacer levitar
Una extraña estrella de mar

La ha adoptado de mascota
Y ha dejado de hablar
Pasea muy solitario
Pensando en cómo volar.
 





El vizconde de Migrañas
Despierta cada madrugada.
Sube al desván sigiloso
Y saluda a sus arañas.
 




Sir Robert de Lennigton
Jugador empedernido
Apostó sin ton ni son
Que cabía en un tapón.

 



El juez Allison Nail, jubilado
Sin nada que sentenciar
Trae de cabeza a Scotland Yard,
Aún conserva su martillo
Y las ganas de clavar.






El general Charles H. Bayonet
Triste, viejo y derrotado
Recuerda tiempos gloriosos
Luchando contra Hotentotes.
Y mata el tiempo
En los días bien lluviosos
Haciendo bailar muy lento
Las puntas de sus bigotes.

 




Miss Wellington de Fowey
Solterona bien cegata
Teje y teje una corbata
O un hambriento calcetín
Que devora entre estertores
A todos sus acreedores

 



Jonás Deel, estanquero
Antaño un tipo muy fiero
Ha decidido ser rana
Y dejar de comer con tenedor
Y con cuchara.

Sueña al borde de su charca
Con ser un gran tenor
Y croar en una bañera o en una barca
En  el Royal Opera House

viernes, 21 de diciembre de 2012

Elisabeth Brown y el diario del fin del mundo





Hoy el cielo está diferente y la piel respira con la sensación imprecisa de algo enorme  que acabara de pasar. El amarillo de los campos permanece o, más bien, insiste en su color. También los insectos, todos, están ahí. No hay duda. Todo está en su sitio. No hay ninguna razón para regresar.


 





Sin embargo, en ese instante, todo ser humano ha desaparecido de la tierra. Nada cambia y el paseo de hoy será exactamente igual que el de siempre: con pasos diminutos caminará como si nunca hubiera existido nadie, ni ella misma, concentrándose en cada imagen y encontrando un lugar sumergido en cada rincón que alcancen sus pies.

 






 




El diario que cada día la acompaña está en blanco. Jamás escribe nada en él. Sale con la intención de intentar describir lo que ve, de trazar un poema de algún instante, pero nunca encuentra ni una sola palabra viva que pueda alcanzar sus pasos. Sin embargo lo intenta, como si al hacerlo se estuviera grabando en el papel alguna clase de escritura invisible, tan diminuta y concentrada que quedara perezosa y casualmente enganchada en los entresijos de la misma materia.






 Aunque su diario no contuviera ni  una sola palabra escrita, confiaba en que alguien sensible fuera capaz de leerlo. Pero ni siquiera el mayor poeta de la época fue capaz de percibir nada entre sus páginas.
 

























  


Aquella noche, mientras aun zumbaba débilmente en sus oídos  el vuelo de los espíritus animales, supo que ya no existía el camino de vuelta a casa. Se sintió calmada. Las briznas de hierba revoloteaban cerca de sus manos como una extraña piel de erizo mientras una nueva clase de silencio la envolvía en el latido del  firmamento. En aquel momento el diario llegó a su fin y escapó de sus dedos como si nunca hubiera estado allí.






Como un lejano recuerdo de un mundo que acaba de olvidarse para siempre.

El deshielo del silencio


viernes, 14 de diciembre de 2012

Una vida salvaje









































viernes, 7 de diciembre de 2012

Caminos de niebla











jueves, 6 de diciembre de 2012

Las luces encendidas


Sombras sin cadaver


miércoles, 5 de diciembre de 2012

Aguas del sol y la luna






Ecos de un rio